jueves, 3 de octubre de 2013

Reflexiones de un viaje a Madrid.

Por Manuel Toranzo Montero.
Licenciado de Filosofía.

¿Con qué tendrá que ver la belleza? Dice Platón que “el amor es procreación en la belleza, tanto según el cuerpo como según el alma”, o sea, bello es lo que nos incita a crear algo, ora un pequeño infante, ora una obra eterna de la literatura como la Odisea. Sin embargo, sobre la belleza se ha hablado mucho y el hombre siente un no sé qué, como una punzada que lo sobrecoge con ella. Digámoslo sin más rodeos, el hombre siente que no sabe muy bien a qué atenerse con ella, que es algo que no llega a entender. Las cosas del mundo, las que estudia la ciencia, pueden contarse. ¿Es acaso la belleza cuantificable? Kant, un hombre cuya red mental ordenaba en compartimentos toda la realidad, nos dice que lo bello lo sentimos cuando nos dirigimos desinteresadamente a un objeto, éste nos agrada por sí mismo y suponemos –no se sabe por qué y esto es lo enigmático de la belleza- que esa misma sensación que ha originado será la propia de todo aquel que se dirija a ese mismo objeto. Así pues, para Kant si vemos un paisaje que nos agrada, no por su comodidad o porque en él da la sombra en una caliginosa tarde de verano, sino por su forma, tenemos que postular que ese mismo sentimiento será algo común a toda la humanidad. La belleza, para Kant, aunque no sea verdad para todos como la de la ciencia, tiene la pretensión de ser belleza para todos, de ser universal.

No hace mucho tiempo estuve en Madrid, visitando a un amigo y pululando, por primera vez, esa escuálida Castilla, donde nunca fueron tan famélicos los galgos como los arbustos, cuyas siluetas en la noche semejan el esqueleto combado como una interrogación de ese español modélico: Alonso Quijano. No estaría de más sacar algunas lecciones del viaje y quizá, entre el humo y el soniquete insoportable de las grandes ciudades, podamos, como arqueólogos, desencriptar las huellas olvidadas de Cervantes. Viene al caso la reflexión sobre la belleza porque la gente, dice, comenta, perora, que la ciudad de Madrid no es bella. Una ciudad industrial cuya gémula principal es la gran piedra lírica del Escorial, que recordaba a Ortega su paisaje nunca olvidado de Marburgo. No obstante a mí me fascina desempolvar los lugares comunes e ir a redropelo de lo que la gente dice, y la gente, cuando dice que la ciudad de Madrid no es bella se coloca, sin saberlo, inconscientemente en la posición kantiana. Dicen: “Madrid no es bella”, pero ¿por qué? Por lo mismo que no es bella la mujer que se cruzan en el metro, o el hombre que vende los períodos en la plaza. Madrid, por tanto, no es bella porque no agrada, porque no hace que nos quedemos alucinados con ella, con su forma, como le ocurría a la figura contrahecha de Marianela o al mítico jorobado que conversaba con las gárgolas de la Nôtre Dame parisina. Partiendo de este supuesto, si lo bello es lo que nos agrada, lo que produce, por así decirlo, en nosotros una exaltación, ¿no serán quizá las más bellas artes las cosquillas y el alcohol? Ambos sin duda nos agradan y, sin duda, sentimos que esa complacencia tiene pretensión de universalidad; quién cuando no le tocan en una zona sensible se mantiene sereno; quién al embriagarse no siente, aunque sea por momentos, una complacencia consigo mismo y con las cosas casi divina. No en vano, Dionisio también era un Dios.

El caso es que Madrid puede que no sea “aparentemente” una ciudad sobremanera bella, pero eso no quiere decir que ignota guarde la joya de su belleza. Como la belleza del amor, que no se deja llevar por las apariencias y busca, tras la superficie, aquello que los otros no ven –no por otra cosa pintan, los que no ven, ciego al amor-, así puede ser la ciudad de Madrid una belleza interior, una belleza abismática, una belleza que no todos pueden ver, como la belleza de los cuadros de Kandinsky. ¿No te preguntarás, lector, qué es aquello que más bello me resultó de la bulliciosa Madrid? Quizá fuera la catedral de la Almudena que se levanta majestuosa sobre un palmo de tierra, cercada en rededor por jardines y estatuas de reyes. Quizá sea esa pequeña modesta maqueta, minúscula, que en su interior se encierra como un secreto y que recuerda lo que pudo ser y no fue. Y es que la catedral de la Almudena es la más humana de todas las catedrales del mundo. Por fuera es de una manera, con sus doce estatuas y su cúpula barroca. Por dentro, más allá de que la cúpula torne gótica, lo que a mí me llamó la atención es esa maqueta que representa lo que pudo ser y no fue, un boceto de la que debía ser. No en vano, quizá ese interior gótico no sea más que un “falso interior”, un exterior –como son exteriores a nuestra intimidad los órganos- si se compara con el proyecto de hacerla que es lo más próximo, lo más cercano, lo más interior que la catedral tiene. No es tiempo de contar la historia de esta imponente catedral, pero ésta, al parecer, no es como debería ser. Esta obra se comenzó pero nunca se terminó, al menos no como se había proyectado. La falta de dinero y el tosco mecanismo burocrático del “vuelva usted mañana” hicieron que el proyecto se quedara a medias y la catedral se terminó como buenamente se pudo.

¿No nos recuerda esto, aunque sólo sea un poco, a la vida que todos nosotros, que cada cual lleva? Por un lado pensamos lo que queremos ser y forjamos como una maquetilla de nosotros mismos, tenemos la pretensión de ser auténticos, de llegar a ser quien queremos. Sin embargo, este deseo de ser quien queremos no siempre se consigue, las circunstancia vitales nos separan, nos diferencian de esa maquetilla, de esa imagen fantasmagórica que de nosotros hacemos. El valor del hombre está en la forma en que se enfrente a ese mundo que le pone obstáculos, en el poder que tiene para fraguarse ese figurilla de sí mismo que es la vocación. El hombre es un animal inconsistente. Todos los demás vienen al mundo con un repertorio de instintos que le dejan poco espacio o ninguno a una auténtica libertad. El tigre es hoy tan tigre como hace mil años. El hombre, por el contrario, poco se parece a su abuelo de la edad medieval y menos aún a su ancestro egipcio. Lo repito: el hombre es un animal inconsistente. Es un animal que no viene al mundo hecho, sino que tiene que hacerse, tiene que darse su ser. ¿Qué sino eres tú, amigo lector, ahora mismo? ¿Eres quizá ese que en la actualidad eres, o sientes en lo más profundo de tu corazón que quieres ser más, que quieres llegar a ser el que anhelas, el que te ilusiona ser? Los animales no hacen carreras; yo conozco a infinidad de gente que no son abogados, pero que quieren serlo, o que no son médicos, pero que quieren serlo, o que no son músicos, pero que quieren serlo. Todos sienten dentro de sí ese afán extático que les lleva a desear elegirse a sí mismo, que les lleva a forjar, dentro del mundo entorno, un recinto de libertad que complete su vocación. La vocación es, quizá, lo más importante que tiene el ser humano, porque éste vive siempre eligiéndose, decidiendo sobre su porvenir, dándose su propio ser, haciéndose a sí mismo. La vida no consiste sino en ese ejercicio, en ese deporte, en ese esfuerzo lujoso con que nos interesamos por lo que no es necesario, biológicamente hablando: por ser un músico, por ser un médico, por ser un escritor. El hombre lleva como una flecha clavada su destino, como una herida siempre sangrante su vocación, aquello que no es estrictamente necesario, se convierte en el centro de su vida, en aquello que la dota de sentido. El hombre es el deportista total porque su vida gravita en algo tan insignificante, a primera vista, como realizar su vocación. ¿Acaso no puede vivir sin ésta, mientras que coma y no enferme no puede vivir tranquilo? En principio es así, pero el hombre, llega un momento, que cuando no le ve sentido a su vida se la quita, por más que tenga la despensa llena. En cambio, el más pobre de los hombres, mientras que sueñe, mientras que tenga esperanza en realizarse, en ser quien quiere ser, jamás se pondrá una soga al cuello.

Esa vocación que deseamos ser, ese destino que nos pertenece y deseamos cumplir, completar, perfeccionar, es lo que a mí me recuerda a la maquetilla que tiene ínsita la catedral de la Almudena. Ella es el recuerdo siempre viviente de lo que pudo ser y no es. Ella es la acusación sempiterna de un destino que no se ha realizado, que se ha quedado en un ensayo, en un intento, en una posibilidad no actualizada. Todos tenemos también ese diablillo dentro de nosotros, esa imagen que nos delata quien pudimos ser y no somos. En ocasiones no es más que una leve modificación que sin remedio tenemos que aceptar porque, al fin y al cabo, no somos dueños del mundo, no podemos controlar lo que pasa. No obstante, en otras ocasiones ha sido nuestra pereza o desidia la que ha dejado las cosas a medias, y lo que pudimos ser se ha quedado en un simple sueño. ¿Quién no ha querido ser a veces lo que nunca será ya, lo que ya no puede ser? ¿Se entiende ahora porque esta insólita catedral es la más humana de todas? Cuando esa negligencia para con uno mismo llega hasta su límite, hasta a hacer que el hombre nunca sea aquel que, en verdad, quería o debía ser, la imagencilla se queda para siempre, como un asta, hincada en nosotros. Nuestro ser exangüe vislumbra a cada paso ese que pudimos ser y no fuimos, y esta imagen nos señala y se ríe de nosotros. Lo que queda es un rostro sombrío, pero no sombrío de nocturnidad o misterio, sino de melancolía, de desgana; un rostro cuyo portador es sólo una sombra del que debía ser, un reflejo pálido, como el que deja la luna en el agua. La importancia de ser el que debemos, el que queremos ser es tal que, sin conseguirlo, la vida pierde toda su tensión y se convierte en un vagar exánime, en un derramarse aerostático: el hombre se convierte en un fantasma de sí mismo.

¿Será bella o no la catedral de la Almudena? ¿Madrid toda, enteriza, será bella? A mí me ha seducido y yo, parafraseando a Platón, he procreado en ella según el alma.

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